Los conejos son criaturas con una
sensibilidad particular, y sus dueños también lo son. Sus lágrimas, su forma de
sentir miedo, su breve felicidad cuando acicalan su cuerpo, cuando se dejan
querer al sol y se sienten protegidos. Su naturaleza colmada de vulnerabilidad,
nos obliga a nosotros, sus dueños, a quererlos de muchas formas. Ellos no usan
collar ni salen a pasear, no garantizan nuestra seguridad, tampoco son de los
que atacan si alguien entra a robar a la casa. Tener conejos implica una
necesidad y una personalidad, intuyo, especial.
A mi me gustaron los conejos desde los
cinco años o algo menos. Ahorre mucho tiempo monedas de diez centavos hasta
conseguir los intis necesarios para irme hasta un mercado y comprar un conejo.
Esa fue la primera ‘compra’ de mi vida. Ahorre y guarde, y quise, un conejo con
Manchas. Y se llamo asi, Manchas. Para ese entonces, los comienzos de los
noventas, yo no tenia una casa propia, ni una vida propia, entonces tener una
mascota implicaba el primer paso hacia un mundo visiblemente mas personal, y a
la vez, un tramite burocratico difícil para que me dejen tenerlo. Pero lo
consegui. Y luego compraron una hembra y luego aparecieron miles de crias. No,
no eran miles, fueron en total como 60. Pero ese número para alguien de 7 años
era infinito. Vi nacer, crecer, morir a los conejos. A mi Manchas de ese
entonces. Y entendí que los dueños aprendemos a morir un poco también, cuando
uno de nuestros afectos se deja ir.
Manchas murió ahorcado y su larga prole
poco a poco comenzó a desaparecer porque fue consumida por gente con la que viví.
Yo nunca comí conejo. Tengo 30, y no lo hago. Se me hace caníbal consumir carne
de mi propia carne. Luego de ese Manchas y de ver como los mataban y ellos no
se defendían, ni mordían, y de ver como los remojaban en agua caliente y les
sacaban sus suaves y tiernas pelusas, las que me habían dado mi propia vida
durante tanto tiempo, y luego de verlos sangrando sin pelusas, con piel, más
indefensos que nunca, decidí no tener más conejos.
Paso el tiempo, y a eso de los veintipico,
tuve una coneja. Chavelita murió también, yo no supe cuidarla. Yo fui la autora
de esa muerte por resfrió, los pulmones y el estómago de un conejo son dos
piezas vitales de sus cuerpos. Murió Chavelita y renuncie por tres años a
cualquier contacto con cualquier animal, sobre todo, si era un conejo. Esas
marcas que yo sentí que dejaban en mi sus llegadas y sus partidas me comenzaban
a atrofiar los músculos para querer, incluso, a personas. Pero llego febrero
del 2006 y llego, con el, un conejo enano raza cabeza de león llamado Manchas,
nuevamente, sí. Por sus manchas, claro, tengo alguna necesidad de ver algo
incompleto, no totalmente blanco, no totalmente negro, una mezcla, un hibrido
como yo.
Y Manchas llego mínimo. Sin edad, sin peso,
sin contextura, sin movimiento. No sé qué edad tendría, ni se cuánto pesaba
exactamente, pero se enfermaba mucho. Y yo dedique como nunca antes lo había
hecho, todo el tiempo, todo el afecto necesario, para que su vida no se apagara
como las otras. Como la de Chavelita,
que fue un golpe bajo, una cachetada mientras uno sonríe viendo un paisaje. Su
muerte fue para mí, el grito que necesitaba para dejar de pensar y actuar, y
comportarme como una adulta, como lo que la adolescente niega querer llegar a
ser. Y este Manchas llego para quedarse.
Lleva conmigo siete años, siete años en los que yo viaje mucho a muchos
sitios, y me preocupé porque no le
faltase nada, ni comida, ni visitas al doctor, ni cuidados, aunque la distancia
nos quitaba tiempo. Tiempo, digo, porque con este conejito establecí una relación
de tiempo, una relación en la que construimos códigos, vulnerabilidades capaces
de sobrevivirse, y de sobrevivir al tiempo mismo, y aquí estamos.
Acompañándonos en un lenguaje silencioso, capaz de saltar sobre superficies lentas y otras altas.
El afecto que uno establece con sus
mascotas, que luego se vuelven amigos, y que luego se vuelven pieza
indiscutible de decisiones y de satisfacciones, se transforma todo el tiempo,
como la energía misma, como la materia.
Los profesionales de la salud, que entienden que el ser humano es por
naturaleza incompleto, entienden que un ser de otro lenguaje y otro mundo, como
un animal, por ejemplo, puede completar ese mapa cargado de direcciones y
vacíos. Eso son mis conejos en mi vida. Un espacio de paz.
Y con Manchas llegaron dos compañeros. En
siete años pasan muchas cosas. Llego Untxi, un conejo que no era mío en
principio, pero acabe adoptando. Otro macho de una personalidad totalmente
opuesta a Manchas, que espera, hasta ahora tener crías. Ambos viven en el mismo
espacio pero en diferentes jaulas, tienen su tiempo de juego, de paseo, tienen
sus visitas al doctor, tienen su vida ahora conmigo. Manchas entiende mi
profesión, por cierto, entiende que libros realmente son míos, y cuales solo
están ahí. Manchas sabe cuándo alguien me llama por teléfono y no quiero
contestar. Entiende como lo quiero, o eso siento. Con Untxi es distinto.
Tenemos una relación menos cercana pero igual de intensa. Sus problemas de
salud comenzaron a entristecerme, a motivarme a sentirlo más cerca y
establecimos vínculos nuevamente.
Luego llegó Pirata. Y Pirata murió hace un
mes y doce días. Y junto con su muerte,
llegó una parte de la mía. Y quisiera comentar mucho de cómo fue el, de cómo
llego a mi vida, de cómo me gustó tenerlo cerca. Pero por razones que me
exceden, solo diré que siempre existirá el espacio que dejó, que siempre
recordaré cuando llegó a mis manos y que ahora, mejor que nunca, entiendo,
gracias a él, esto del ‘efecto mariposa’. Esto que es la vida, siempre llena de
imprevistos, siempre llena de sorpresas.
Y eso era. Eso era lo que quería decir de
Manchas, Pirata, Untxi, y de mi con ellos. Y de mi sin ellos también.